Laura nació a bordo de un velero en aguas de Nueva Zelanda, durante un viaje de siete años alrededor del mundo*. Anne, su madre, en el embarazo se acariciaba el vientre mientras hablaba con ella: “Serás como la Sirenita, mi niña”. Y mecida por un soleado y quieto día, ante la emoción silenciosa de Gunnar, su padre, que había dejado el velero al pairo, nació Laura en mitad del océano. Rubia, larga y con un punto plateado en su blanca piel.
A los seis años tuvo su propio velero y a los diez ya navegaba sola. Pero al pisar tierra se apagaba su brillo. Quedaba como descolorida. Caminaba un poco ladeada, “como los viejos lobos de mar”, reía su padre estirándole el largo y rubio pelo. A ella la vida en tierra le parecía insegura, imprevisible. No entendía los horarios impuestos, ni el carácter ruidoso de la gente: “Se pasan todo el día hablando de nada”.
Cuando cumplió doce años se divorciaron sus padres. Su madre se volvió a casar y se fue a vivir a Copenhague. A hacer “vida de ciudad”, pues a su nuevo marido no le gustaba navegar. Raro era el día en que podían desamarrar el solitario velero de Anne. Pero Gunnar vivía solo en la playa de Hornbaek y guardaba el velero de Laura. Salía a la mar a diario, a veces durante semanas. En vacaciones navegaban padre e hija. Largas jornadas, integrados con el viento, el sol y el agua. Felices sin necesidad de hablar. Gunnar siempre la dejó navegar sola. Pero el marido de su madre no quería ni oír hablar de eso: “Cuando seas mayor de edad”. Laura no lo comprendía. “¿Cómo puede decirme eso, a mí, que he nacido en alta mar? Mamá, di algo... tú ya no eres la misma”.
Una mañana en Copenhague, Laura se alborotó con el periódico del desayuno: “¡Mira, mamá!: un norteamericano de 16 años da la vuelta al mundo en un velero, el más joven en la historia”. Lo extendió sobre la mesa, casi derramando los cafés: “¡Lo ves! Se me han adelantado! ¡Debía haber sido yo!” Anne apartó las temblorosas tazas: “No empieces, Laura. Tú tienes trece años” “¡Casi catorce! Y seguro que el no ha nacido en el mar como yo...” El marido de su madre bajaba serio la escalera: “Laura, suficientemente discutido”. Esa odiosa frase que todo lo borraba.
Al salir del instituto cruzó por el parque Langelinie y aparcó la bici como siempre cerca de la Sirenita. Se sentó a su lado en una roca. “No entiendo a mamá. Primero, empeñada en que voy a ser como tú. Y ahora que ella ha cambiado su vida, todos tenemos que hacer lo mismo... Por suerte papá me entiende y me apoyará”. Alzó una mano como si acariciara a su inmóvil amiga. “Ayúdame tú también, ¿eh?”. Los últimos días en casa de su madre habían sido difíciles. Anne estaba de nuevo embarazada y no habían salido a navegar ni una vez. “¿Cómo se puede cambiar tanto, Sirenita? A mí no me pasará lo mismo cuando sea mayor. Yo voy a dar la vuelta al mundo sola en mi velero y no lo olvidaré nunca”. Ambas, niña y estatua, miraban en silencio hacia el mar.
En Hornbaeck con su padre, los dos veleros a punto, Laura recuperó gran parte de su luz. El primer día en alta mar hablo a su padre de su proyecto de la vuelta al mundo. Se lo contaba a su padre y al mar. Gunnar se mostró encantado: “Claro que puedes hacerlo. Compraremos un buen aparejo, fijaremos la ruta, elegiremos el tiempo propicio”. Le apretó la mano. “Lo harás”. Y su amigo el mar susurraba cadencioso “al fin del mundo... al fin del mundo...”. Volvió a sentir la casi olvidada plenitud.
Iban hablando de ello al entrar en el almacén de la playa. La gente que los oyó reaccionó como Anne y su marido: “será una broma ¿no? Si es una cría!”. Su padre hacía guiños de “ni caso” mientras cargaba la furgoneta. Unos días más tarde, el velero de Laura estaba equipado, hasta en el casco ponía “La sirenita alrededor del mundo” en letras plateadas. Y llamaron a la puerta dos empleados de los Servicios Infantiles. Preguntando por “un viaje de la niña, que será un malentendido”. Gunnar montó en cólera: “Nadie me va a decir lo que hacer con mi hija, ¡ha nacido a bordo de un velero!”. Y empeoró la situación. Hablaron de mandarla con su madre, de tutela del estado, de más cosas horribles. Gunnar gritó “Eso, por escrito!”. Y dió un portazo.
Con la frente en el cristal de la ventana y la mirada perdida en azul oscuro, Laura hablaba en silencio con la Sirenita. “Ya ves como están las cosas. Me voy ya. Quedamos esta noche sobre la una, cuando papá duerma. Está muy nervioso y no quiero que lo sepa ahora”. Cerró un momento los ojos. “Seguro que después le parece bien. Voy esta noche. Espérame”.
A la mañana siguiente, Gunnar, al descubrir vacía la casa, corrió hacia los veleros en la orilla y no estaba el de Laura. Lo entendió todo. Orgulloso y desolado, intentó ponerse en contacto por radio, sin conseguirlo. Desde entonces no se le ha visto. Dicen que no ha vuelto a tocar tierra, incansable surcando el mar con su viejo velero en busca de su hija.
Anne, la madre, atraviesa todas las tardes el parque Langelinie. Al principio con un niño moreno de la mano, ahora sola. Se sienta cerca de la Sirenita hasta que anochece. Observa largo rato los ojos quietos de la estatua. Luego desvía la mirada buscando el horizonte marino. Las manos cruzadas en el regazo. Y vuelve de nuevo a la Sirenita con una interrogación triste.
En Copenhague mucha gente comenta que hablan entre ellas.
anda, la de copenhague, me encanto al verla, aunque es super chiquita jaje!
ResponderEliminarbesitos
me gustan mucho las sirenas!
ResponderEliminarxoxo
Un bello mundo de sirenas, mi querida amiga!
ResponderEliminarUn beso enorme.
Humberto.