jueves, 16 de febrero de 2012

Sirena de Carlos Casellas



Así imagina a las sirenas, Carlos Casellas, del blog Apenas Penas y así les compone versos. Muchas gracias Carlos, es una maravilla.La imagen me la envió hace ya un tiempo, mi querido Goyo "El dragón".



Cuatro besos de sal



A la vera del mar, sirena ignota
soñaba con un príncipe marino
que cambiara el azul de su destino,
con paciencia devota;
en medio de la ola más remota,
de vaivén cristalino,
aquel sueño de amor crepusculino
portaba un fatalismo de derrota;
cuatro besos de sal en carne viva
enfangaban de pena
su cola de azafrán y piel cobarde,
y a bordo de un dolor a la deriva,
con un llanto de arena,
fugaba con el viento de la tarde.


Enseres y atavíos



La sirena nostálgica del cuento
colecciona corales y navíos,
estuarios, aparejos, remos, ríos
y faros que se baten contra el viento,
postales de algún puerto somnoliento,
enseres y atavíos,
tempestades de mar y besos míos,
a manera de líquido alimento,
naufragios de goletas y galeones,
estrellas y escorpiones,
que recoge perdidos en la arena,
armazones de barcos en la bruma,
caracolas de espuma
y un destello naval de luna llena.



Derrotero naval



La sirena nostálgica desgrana
su gorjeo coral a cielo abierto,
a orillas de algún puerto
se enamora de un pez cada mañana;
la quiso el tiburón con furia vana
(igual que un pescador en el desierto),
amantes de cristal en el mar Muerto
de una playa lejana;
hacen cola el delfín y el pez payaso
y la niña soltando nudo y laso
se quita las escamas del vestido,
derrotero naval de noche oscura,
ardor de quemadura
que viaja en el oleaje de un gemido




domingo, 5 de febrero de 2012

Sirena de Selina Fenech



Mi querida Myr se ha animado a hacer la continuación del relato de la sirena, que se titulaba "En la pasión del momento", que publiqué aquí en el blog y que ahora está en el blog de Sirenas; así que creo que es justo que el relato quede completo aquí también, ¿no os parece?
“Oscar Insaurregi se secó el sudor de la frente con una gaza, se quitó el barbijo, los guantes y se rascó la cabeza, esbozando un fáusico bostezo leonino, mientras se retiraba pesadamente de la sala de autopsias. Estaba agotado y necesitaba dormir, por eso se desplomó como una bolsa de papas sobre el sillón de su despacho y se cubrió rápidamente con una manta, envolviéndose con ella como un cucurucho. Mientras iba entrando en sueños, recordó las largas horas pasadas frente a su viejo microscopio analizando células, bacterias, tejidos a los que veía desfilar como quien cuenta ovejas.
Prefería contar células a contar cadáveres, la verdad. Cada autopsia le costaba más. Ya no soportaba el nauseabundo olor a formol que se respiraba en esa sala, eso, sin sumarle el olor a sangre seca. Sus manos se caían a pedazos de tanto lavarlas con cepillo y jabón bactericida, un inconveniente para su desempeño profesional, porque le ardían, le picaban y se le hinchaban bajo los guantes de latex. Pero lo peor, siempre era ese asqueroso olor del formol que antes le gustaba tanto y ahora lo mareaba hasta producirle arcadas, como aquella vez en que perdió el conocimiento, cuando, antes de la incisión inicial, se le escapó el cadáver, después de haberle roto los dedos de la mano izquierda para arrancarle el extraño huevo.
Nunca antes le había pasado eso de que un cadáver se levantara y se fuera. Aunque siempre hay una primera vez, dicen. O era que se estaba haciendo viejo. O era que quería cambiar el modus vivendi o el operandi, no sabía bien, pero algo si quería cambiar antes de ser totalmente deglutido por la monotonía, los malos olores y los duros jabones. El cuerpo se lo pedía, era obvio. Pero convengamos, un cadáver no puede levantarse y salir corriendo así como así. Y sin embargo ese, definitivamente no se había quedado quietecito, sobre su mesa, donde tendría que haber estado.
Hubo una gran investigación, recuerda. Luces, preguntas y policías rabiosos. Nadie entendía lo que había pasado, ni ese extraño olor a algas y sales marinas, ni la música esa, dulzona.
¿Cómo era posible? se preguntaban, sin embargo, el cadáver del tal Ernesto, no aparecía. Ni apareció. Vinieron los del Reality Show "Sobrevivientes" y quisieron hacer un programa. Oscar se imaginaba el título y la carcajada estallaba: "La supervivencia de un cadáver que no quería sucumbir a los encantos de su patólogo". Al final, el programa no se hizo y ellos se fueron como vinieron, sin rechistar.
A la mañana siguiente, Oscar decidió que iría a la playa a despejarse. Hacía tiempo que no se tomaba un día así de reposo, por lo que con unas ansias tremendas, goloso, dio un chapuzón en las cristalinas aguas del Mar Caribe y nadó hasta los arrecifes. Y ahí la vio, sobre la roca sentada. Era el ser más esplendoroso que jamás hubiera visto, con una larga y extraña cola de pez. Mejor dicho, dos seres: ella, tocando el laúd y él, el Ernesto de su autopsia no autopsiada, con la mano izquierda reventada y bien vendada.
Oscar no entendía nada, en medio del estupor, pensó y pensó. Barajó hipótesis dibujando en la arena con un palito listas interminables, sacó cálculos enredados, trazó cuadros y flechas, hizo circunferencias y raíces cuadradas, pero por más que intentara, explicación lógica no encontraba_ ¿Sería esa sirena la que -en un acto de amor supremo- habría venido a buscarlo?_ desahuciado, se preguntó. Entonces, sintió el aletear de los pájaros y la brisa de la tarde que comenzaba a soplar, levantó la vista hacia las nubes doradas y clavando la mirada leyó aquel extraño mensaje que delineaban:
_Queda prohibido por siempre, señores, que los Médicos Forenses toquen a las leyendas.”
En su correo me enviaba una sirena pero como ya la había publicado, he buscado una por la red y he encontrado esta de Selina Fenech que me ha gustado.
Muchísimas gracias, Myr.